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Показать все книги автора/авторов: Matute Ana MarГ­a
 

«La torre vigГ­a», Ana Matute

I. El ГЎrbol de fuego

NacГ­ en un recodo del Gran RГ­o, durante las fiestas de la vendimia. Mi padre -pequeГ±o feudal pobretГіn y de cortas luces- era casi anciano cuando vine al mundo, por lo que, en un principio, sospechГі de la autenticidad de nuestro parentesco. Durante mis primeros aГ±os, fui vГ­ctima de su despecho, mas dГ­a llegГі en que mis facciones, al definirse, le devolvieron la imagen de su propia infancia: si mis hermanos lucГ­an ojos negros y piel cetrina, como mi madre, yo aparecГ­a a sus ojos tan rubio como lo fuera Г©l y de ojos tan azules como los suyos. Entonces olvidГі el supuesto agravio y permitiГі que me bautizaran.

Apenas se remontaba a mi abuelo el dГ­a en que el BarГіn Mohl ennobleciera nuestro linaje. No lo hizo por razГіn sentimental o predilecciГіn alguna, sino a causa de la mucha urgencia que tal seГ±or habГ­a por hacerse con nutrida y bien adiestrada mesnada, amГ©n de gente capaz de conducirla. Cosas que, en puridad, precisaba como el aire para respirar.

Lo cierto es que vivГ­amos en la zozobra y amenaza; no tanto a causa de las feroces incursiones y tropelГ­as que llevaban a cabo en nuestras tierras los pueblos ecuestres de mГЎs allГЎ del rГ­o -cosas ya en verdad pasadas- como por la rapacidad de nuestros convecinos. Eran Г©stos, en su mayorГ­a, seГ±ores de talante guerrero y turbulento, tan ambiciosos como el propio Mohl. El Gran Rey quedaba lejos, al igual que Roma, y en semejante soledad y distancia, casi todo barГіn llegГі a soГ±ar en su dominio con un pequeГ±o reino -si es que de hecho no lo disfrutaba ya-. Sus mayores empeГ±os centrГЎbanse en un implacable afГЎn por arrebatarse mutuamente tierras y vasallos; y sucedГ­anse los dГ­as en cadena de ultrajes y agresiones que, con mГЎs abundancia que cordura, se prodigaban entre sГ­. Por todo ello, bien puede comprenderse que vivГ­amos muy alterados en nuestra escasa paz. Y hasta allГ­ donde alcanza mi memoria, fui parte y testigo de un pueblo en perpetua alarma.

Comparado con el BarГіn Mohl, o con otro acaudalado seГ±or, mi padre resultaba un hombre pobre y tosco. Pero si se acercaba esta medida a las chozas de los campesinos que le rendГ­an tributo, mi padre era, en verdad, un hombre rico. E incluso fastuoso en sus costumbres.

Todas las noches se comГ­a una oca de regular tamaГ±o, aderezada con nabos y otras fruslerГ­as. SolГ­a repartir esta oca entre mis hermanos, de la siguiente manera: los muslos para los dos mayores, los alones para el mГЎs pequeГ±o. Este reparto suscitaba vivas discusiones en los tres muchachos. Al parecer opinaban de muy distinta manera sobre la equidad requerida en estos casos y por tal motivo sus divergencias subГ­an rГЎpidamente de tono y llegaban a lГ­mites peligrosos. Mi padre gozaba mucho con estas disputas y querellas; y sГіlo cuando el acaloramiento de sus vГЎstagos sacaba a relucir el filo de las dagas, ponГ­a fin a tales litigios, arrojГЎndolos de su mesa a bastonazos y puntapiГ©s. Tan peregrinos regocijos constituГ­an, ya, su Гєnica distracciГіn: pues en los Гєltimos aГ±os su vida se tornГі monГіtona y falta de autГ©ntico interГ©s. Sus hijos eran aГєn demasiado jГіvenes para enviarlos al castillo de Mohl, donde, segГєn la tradiciГіn familiar, serГ­an instruidos y ejercitados como futuros caballeros. Pero tampoco alcanzaban la edad requerida para, en tanto llegara ese dГ­a, confiarlos a algГєn seГ±or vecino que se ocupara de su primer aprendizaje. De otra parte, la avanzada edad de mi padre y el entumecimiento progresivo de sus huesos, al tiempo que su obesidad, impedГ­anle tomar parte activa en las escaramuzas vecinales: sГіlo de lejos, vacilante sobre su montura y propagando voces sin tino, llegaba a presenciar algГєn que otro lance defensivo, mal despachado por su ignorante leva de labriegos armados. Tan deprimente espectГЎculo y la carencia de un hombre joven y experto en la familia, le instГі a contratar -o al menos cobijar en su casa- viejos ex-mercenarios de piel mГЎs remendada que el calzГіn de un siervo, tristes y destituidos guerreros que erraban por las orillas del Gran RГ­o, a la espera de alguien que fiara en su experiencia (ya que no en su gallardГ­a y eficacia). Estos mГ­seros y dispersos residuos de antiguas glorias -o inconfesables deserciones, que de todo habГ­a- llegaron a invadir su casa y capitanear su apocada tropa, en tanto a Г©l se le hacГ­an insoportables los largos inviernos de inacciГіn. Y como carecГ­a del seso necesario para jugar una partida de damas sin perderla o dormirse, buscaba ora aquГ­, ora allГЎ, algГєn motivo mГЎs o menos jocoso que animara su mostrenca existencia. Aporrear a mis hermanos era el mГЎs accesible, al parecer.

No obstante, otrora tuvo fama de valiente, y aun de temerario. A menudo oГ­ aГ±orar a mi madre un tiempo en que su esposo solГ­a aventurarse mГЎs allГЎ de las dunas, a la captura de los potros que, en las reyertas fronterizas, perdieran los jinetes esteparios. Г‰se era -al parecer- el secreto de que nuestra caballeriza luciera mГЎs nutrida y de mayor calidad que la de seГ±ores mucho mГЎs poderosos. En el transcurso de estos comentarios, oГ­ a mi madre -y a sirvientas incluso- manifestar la inquietud que les producГ­a descubrir en mГ­ una fiereza semejante a aquГ©lla (ya tan atropellada) que distinguiГі al autor de mis dГ­as. AГєn muy niГ±o -tanto que apenas si podГ­a corretear sobre las piedras-, y oyendo semejantes augurios relacionados con mi persona, fui a contemplarme en el arroyo, por ver si descubrГ­a en mi devuelta imagen los signos de tan violenta naturaleza. El agua solГ­a reflejar entonces un rostro achatado de raposo-crГ­a: su misma mirada reluciente, e idГ©ntico estupor de sus ojos en mis ojos. Si el sol me daba en la nuca, un cerco de hirsutos mechones casi blancos se alborotaba en torno a mi cabeza, tal que otro sol desapacible y mal distribuido. Luego de estas contemplaciones, buscaba a mi padre, y lo veГ­a trotar sobre el caballo, sin el menor vestigio de apostura, ni aun decencia. Entonces, la sospecha de llegar a ser algГєn dГ­a como Г©l me estremecГ­a.

En tiempos de mi bisabuelo, rodearon la primitiva granja familiar con una aguda empalizada de madera, a guisa de muralla defensiva; y adosado a la antigua vivienda erigieron un torreГіn, capaz de albergar al jefe de familia, a Г©sta y a sus pequeГ±os dignatarios y semiguerreros. Cuando yo nacГ­, todo permanecГ­a igual que entonces: nadie habГ­a llevado a cabo mejora ni destrucciГіn alguna (cosa que, dados los tiempos, ya era suficiente). Entre las muchas cualidades que antaГ±o ornaran a mi padre, se contaba la de haber sido muy estimable cazador. Y asГ­, el suelo de su estancia, en lugar de cubrirse del acostumbrado heno, aparecГ­a revestido con pieles de todas clases: desde el corzo al lobo, pasando por el zorro y varias especies de alimaГ±as; amГ©n de otros bellos y cГЎndidos moradores del bosque. Y al igual que el suelo, excusa decir el lecho y las paredes. El resto del torreГіn y sus estancias eran mГЎs bien lГіbregas, destartaladas y llenas de mugre.

En el recinto, ademГЎs de la granja propiamente dicha, habГ­a una herrerГ­a, cuyo maestro forjГі las armas de mi padre y las de sus hijos; un molino, un cobertizo y taller para curtir pieles, un establo, la caballeriza y algunas chozas para la gente que cuidaba de estas cosas. Entre los habitantes de nuestra casa, el mГЎs sobresaliente era, sin duda alguna, uno que dio en llamar mi padre -y como tal cumpliГі funciones respecto a sus hijos, mientras allГ­ moramos- su maestro de armas. SurgiГі un buen dГ­a del tropel errabundo que nos rondaba: ex-guerrero, derrotado en imposible lucha contra la vejez, lenguaraz, astuto, embustero (y acaso verdadero superviviente de una desaparecida gloria), fue la figura de mayor relieve en mi primera infancia. TenГ­a la cara hendida en dos porciones por una inmensa cicatriz, lo que le daba un curioso aspecto, ya que su perfil derecho semejaba el de una persona y el izquierdo el de otra. Por tal causa -segГєn contaba- en cierta ocasiГіn tornГЎronlo por brujo; y disponГ­anse a quemarlo vivo, cuando en el Гєltimo instante bajГі del cielo el arcГЎngel San Gabriel y lo salvГі de las llamas ante el pasmo y veneraciГіn naturales en quienes contemplaron tales maravillas. Alguna vez, presa de extraГ±o arrebato, montaba uno de los caballos esteparios de mi padre; y galopaba exasperado, lanza en ristre, hacia las dunas. ParecГ­an entonces formar ambos un solo cuerpo: el potro medio loco, que perdiera su jinete y su batalla, y el decrГ©pito ex-guerrero al que sГіlo quedaba la furia de vivir. Aquella galopada fantasmal y frenГ©tica persiste y persistirГЎ por siempre en mi memoria.

TambiГ©n poseГ­a mi padre un rebaГ±o de cabras muy numeroso, y percibГ­a tributos sobre la leГ±a que los campesinos cortaban en los bosques, al noroeste de las praderas. Por idea suya, se instalГі en el recinto una queserГ­a; y ofreciГі albergue y manutenciГіn a un zapatero, con fines de calzar de por vida su destrozona hueste. Pero el zapatero muriГі -segГєn oГ­, de un hartazgo de remendar punteras- antes de que yo cumpliera ocho aГ±os. Y, desde entonces, nadie se ocupГі de estas minucias. Aparte de las botas de piel de cabra, de los ГЎsperos tejidos que hilaban mi madre y las mujeres que la asistГ­an, de los peroles y enseres que fabricaban los siervos, cualquier gГ©nero o prenda -tanto de vestir como para aderezar la casa- resultaba tan raro como exorbitante.

A ello contribuГ­a en gran manera la escasa simpatГ­a que experimentaba mi padre hacia los mercaderes y sus caravanas. En verdad que Г©stos evitaban cruzar por nuestras tierras: pues cundГ­a la sospecha de que mi padre protegГ­a grupos de salteadores para desvalijarlos -y como es presumible, repartir con ellos el botГ­n-. O bien, ordenaba a sus gentes que volcaran sus carros, ya que todo aquello que se derramara en sus propiedades pasaba a ser de su pertenencia. Y, segГєn lleguГ© a entender, muy convencidas estaban las gentes de que los famosos salteadores de caravanas no eran otros que la propia y singular tropa de exhГ©roes descalabrados que cobijaba mi padre. Como puede comprenderse, muy raramente tuvimos ocasiГіn de comprar alguna cosa a Г©sta o cualquier otra gente que se aventurara con su mercancГ­a por nuestra tierra. De dГ­a en dГ­a, las ropas se ajaban y agujereaban, los enseres y aperos se deterioraban, cuarteaban y desaparecГ­an: y ninguna de estas cosas era reparada, ni sustituida. Por lo que nuestras vidas transcurrГ­an en la mГЎs extrema parquedad y abandono.

Estas severidades y sufrimientos acaso justifiquen el gesto avinagrado de mi madre, la sequedad de sus labios en continuo frunce, y la viperina fluidez de su lengua. AdemГЎs, y por lo comГєn, mi padre vivГ­a en alborozada -y al fin de sus dГ­as aletargada- promiscuidad con algunas jГіvenes villanas, que tomaba para sus recreos. De manera que obligaba a mi madre -muy puntillosa en estas cosas- a abandonar de continuo, tanto su mesa, como su lecho. Y con tal de no soportar tales compaГ±Г­as, acabГі componiendo como mejor supo una pequeГ±a estancia y se recluyГі en ella, con sus ruecas y las mujeres que solГ­an acompaГ±arla.

Pero todas estas cosas yacen muy mezcladas en la memoria de mi primera edad. Y no podrГ­a aseverar que ocurrieron tal como las cuento, sino, mГЎs bien, como me las contaron.

Tan grande era la distancia, en aГ±os y en naturaleza, que me apartГі siempre de mi familia, y gentes todas.

 

*  *  *

 

Era yo muy pequeГ±o cuando mis hermanos partieron al castillo de Mohl y apenas los recuerdo como tres oscuros jinetes, que solГ­an galopar junto al Gran RГ­o. Si tropezaban conmigo, me propinaban puntapiГ©s, insultos y escupitajos, con lo que tuve pronto idea aproximada de sus sentimientos. Luego supe que se adiestraban para nobles guerreros y, si asГ­ lo merecГ­an, llegar, en su dГ­a, a ser investidos caballeros por el propio BarГіn Mohl. "A su debida hora -solГ­a decirme mi madre-, tal destino y suerte se repetirГЎ en tu persona".

HablГ© de casi todo cuanto componГ­a nuestra casa y hacienda; pero no dije que lo mГЎs valioso de ella consistГ­a, sin duda alguna, en los viГ±edos. Daban Г©stos un vino entre rosa y dorado, fino y muy aromГЎtico. El actual BarГіn Mohl sentГ­a por Г©l la misma debilidad que sus antecesores y por Navidad mi padre se veГ­a obligado a entregarle el tercio de su cosecha. Era Г©ste un derecho al que ningГєn Mohl renunciГі, que yo sepa. Junto al poderГ­o, el carГЎcter altivo y belicoso, las tierras, los hombres y el temor de sus semejantes, los Mohl heredaron puntualmente, uno tras otro, idГ©ntico deleite por el zumo de nuestras viГ±as. Vendimia tras vendimia, oГ­ los mismos o parecidos denuestos y maldiciones en labios de mi padre, Г­ntegramente dedicados a tal obligaciГіn y a su destinatario. Pero jamГЎs tuvo arrestos (ni armas) con que enfrentarse a tan contumaz aficiГіn, y hubo de soportarla como mejor pudo, mientras tuvo vida.


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